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En
Mar del Plata, un día de verano, Tapia pasó la tarde surfeando con Hitler
y después fueron a cenar juntos. Pidieron collage
de alubias en aceite de estraza y una rodaja de ñoqui con salsa Semen Up, rebajada con ADN de estegosaurio
viudo y un touch de caspa de Pablo
Echarri, hielo y limón. "Las doctoras no saben de tabas", fue la conclusión
de un día de charla. "Tal nena mayonesa para cual pibe hamburguesa",
redondeó Tapia, guiñando un ojo.
Luego fueron a tomar algo a un multiespacio,
acompañados por un clon travesti de Godzilla que estaba disfrazado de pasante
trucho de
Durmieron toda la mañana y se levantaron
al mediodía del sábado anterior, cuando el sol del verano irrumpió en la habitación
con prepotencia estival. Compraron el diario del mismo día pero del año siguiente,
y entonces resolvieron ir a ver el recital de cumbia que, esa noche, iba a
haber en el basurero municipal.
Por la tarde fueron a una quinta. Tomaron
mate a la sombra de un sauce llorón, un álamo gordo y un pino Solanas. Ricardo
Tapia se ofreció a hacerle a Hitler un implante neuronal táctico. Como Hitler
no quiso, Tapia le pidió al autor de estas líneas que eliminara de la historia
al otrora Führer. Ante este nudo
narrativo, como el autor no sabía cómo seguir, Hitler volvió al infierno -
del que nunca debió haber salido - y Tapia siguió solo narración adelante,
aunque el autor le advirtió que, a partir de entonces, no hiciese reclamos
de índole gremial en medio de la historia, ni mucho menos un paro de actividades,
so pena de ser despedido del texto.
Frente
a esta situación, Tapia llamó a conferencia de prensa para denunciar el rumbo
que estaban tomando los acontecimientos. Se hicieron presentes enviados de
los periódicos Prensa Hemofílica,
El Populista de
El autor decidió retroceder en la narración
hasta el momento en que Tapia decidió ir a ver el recital de cumbia del basurero.
Pero Hitler ya estaba de vuelta en el infierno y sería imprudente sacarlo,
así que el autor ahora escribe que Tapia se fue solo a la quinta. Y como es
un simple personaje, el autor escribe que Tapia olvidó su berretín por el
libre albedrío y que vaya a cantarle a Gardel.
Ricardo
Tapia, solo bajo la sombra cordial de los árboles, meditó y meditó y meditó
sobre su vida durante casi casi siete segundos. Descubrió que nunca le había
pasado nada interesante.
Era
de familia bebedora: su árbol genealógico era una parra. Durante su temprana juventud había
seguido los pasos de su padre: él se había pasado la vida depositando dinero
en su cuenta bancaria y Ricardo se la pasó retirándolo.
El dinero se terminó cuando Ricardo decidió comprarse
un pasado acorde con su fortuna. Primero se propuso comprarle su pasado al
general De Gaulle, pero se encontró con el problema de que el general ya había
muerto, y las compraventas de pasados con personas fallecidas son difíciles
de realizar por diversos obstáculos legales. Luego se encontró con un militar
argentino que gustosamente habría cerrado trato, pero Tapia quería un pasado
azul metalizado, y el del militar era negro, y además tenía unas manchas rojas
que no le hacían juego con los ojos. "¿Quién no tiene un pasado negro en estos
días?" se quejó Tapia. Finalmente, en un rapto de romanticismo del que nunca
terminó de arrepentirse, le compró su pasado a un corredor de cordones para
zapatos náuticos, que había perdido toda su fortuna jugando a la escoba de
doce en el casino de Mar del Plata. La transacción le costó todo su dinero.
Años
después, un oportuno accidente lo hizo pasar a mejor vida: quedó viudo y heredero
de la fortuna de su esposa. Esta nueva sonrisa del destino le permitió montar
la cadena de desarmaderos de pollos que hizo su fama y le permitió echarse
a dormir.
Evocando esos recuerdos, Tapia decidió escribir
su autobiografía, a la que tituló Ochenta
años viviendo al pedo. Dicho título fue objetado por algunos de sus más
queridos amigos, quienes le señalaron que, al momento de escribirla, Tapia
sólo tenía treinta y siete años.
Al ver su libro publicado, Tapia creyó oír
el llamado de
Vamos a un corte y volvemos. O tal vez no.
Quién sabe. A estos extremos nos lleva el agnosticismo apátrida. Para esto
querían la democracia...
(1) El lector puede saltear la lectura de este capítulo, a los efectos de un mayor disfrute de la obra.
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